Al momento de sentarse a escribir ciertas reflexiones acerca
de la coyuntura política, hay determinados tópicos con los cuales uno debe
interrogarse acerca de su conveniencia a la hora de abrir el debate.
Y esta pregunta lleva a otra, que últimamente visita mucho
las páginas inactivas de este blog: ¿para qué y para quienes escribimos? El
para qué es una pregunta que no tiene respuesta utilitaria, así que mejor
ignorarla. En cambio, uno desearía que el sentido de con quiénes se comparten estas reflexiones de vez en
cuando se cumpliera: uno empezó a escribir desde un lugar, tomando abiertamente
una posición cuando asumir que tomar posición a la hora de analizar la política
no formaba parte del sentido común como, fortuitamente, ahora sucede. Sin
embargo, se intenta siempre que esa subjetividad no anule –mas bien todo lo
contrario- ni el sentido crítico a la hora del análisis ni la pretensión de
honestidad intelectual. La asunción de la subjetividad, entiendo, encarna una
obligación compleja: implica un ejercicio de la autocrítica mayor que si nos
mantenemos en la mascarada de los objetivismos.
Entonces: acá se escribe para aquellos que son compañeros y
no tienen miedo de pensar más allá de las consignas de barricada y se escribe
para aquellos que –no siendo compañeros-, tienen la curiosidad de ver qué pasa
del otro lado del río. Se intenta escribir, vamos, del mismo modo en que se
intenta leer y pensar.
¿Tiene sentido, a esta altura, otro post que diga “Clarín
malo”? Hay, felizmente, muchos de esos. Más aún: tiene algún sentido, a esta
altura del campeonato, escribir “Cristina buena”? Hay, lamentablemente,
demasiados de esos en los territorios de sentido que caminamos. No es en esa
comodidad analítica que podemos aportar algo, si es que en algún lado
pudiéramos.
Y, luego de este parrafado confesional, es que volvemos al
inicio: ¿conviene escribir de ciertas cosas? ¿le conviene al gobierno que
defendemos hacer públicas nuestras desavenencias? ¿hay espacio –en medio de una
batalla- para pensar y parar la pelota? ¿O es todo Giunta, Giunta, Giunta,
huevo, huevo, huevo? Qué se yo. Escribamos.
Lamentablemente, la necesaria batalla por la plena
aplicación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, ha impregnado
toda la acción política del gobierno nacional de unos cuantos meses a esta
parte. Y decimos acción política, puesto que el gobierno -con aciertos y errores, eso es harina de
otro costal- ha seguido gestionando e impulsando medidas de trascendencia. Pero
pareciera haber disminuido la voluntad de acumular políticamente en torno a
ellas. Desde siempre, aquí hemos postulado que el kirchnerismo es infinitamente
mejor en sus hechos que en sus discursos. En sus realizaciones que en sus
relatos. Y la pelea con Clarín nos ha reducido, limitado, encorsetado. Que para
el Grupo Clarín esta disputa sea la única preocupación de su accionar es
absolutamente comprensible. Que eso suceda para la fuerza política que maneja
los destinos de un Estado, no lo es. A una corporación gigantesca no se le gana
cayendo en su terreno.
Y así, en esta semana tendremos en las calles de las grandes
ciudades una protesta ciudadana –cuya magnitud tampoco importa a la hora de
este análisis- ante la cual nada se ha hecho para intentar limitar, sofrenar,
debilitar. A pesar de que la misma tiene múltiples aristas sobre las cuales
operar políticamente, partiendo de la base de que es una protesta con una
heterogeneidad en sus demandas que permitiría intentar “descoser” a algunos
sectores. No es lo mismo pedir dólares que seguridad. No es lo mismo reclamar
por supuestas libertades vulneradas que por la inflación. Y no es lo mismo
amontonar que dividir a tus adversarios.
Sin embargo, y a pesar de todo lo dicho hasta aquí, resulta
imprescindible alertar sobre una cuestión: no todos los manifestantes del 8N
son golpistas. Es más: nos jugamos a que son una ínfima minoría. Ponele la
misma minoría que se va a Miami. Pero hay, entre los ideólogos detrás del 8N
una actitud claramente destituyente: se trata ya no de criticar el accionar del
gobierno o de sus funcionarios, modo de protesta absolutamente democrático,
sino de comenzar a erosionar y poner en cuestionamiento la legitimidad de este
gobierno. Y de ahí las columnas de opinión que –repitiendo argumentos trillados
en nuestra historia por sectores desestabilizadores- trazan diferencias entre “legitimidad de
origen” y “de ejercicio”. O bien, como un ex periodista dijo anoche por
televisión, “las mayorías no dan derechos”. ¿Y qué si no las mayorías, en un
sistema democrático, libre y respetuoso de las reglas del sistema (tal como el
nuestro), podrían dar derechos?
Por supuesto, en las tele-democracias post modernas,
dormirse en los laureles de los resultados comiciales es un pecado mayúsculo.
Porque si bien la “legitimidad” de cualquier gobierno sólo se pone en juego en
las elecciones o ante groseras violaciones a la Constitución (y aquí nada de
eso ha pasado ni siquiera de cerca), la construcción de consenso social que
avale su accionar se debe dar de modo continuo y continuado. Y si bien el campo
de la “opinión pública” es un subconjunto menor dentro de la sociedad, no deja
de ser el cualitativamente más poderoso y, ojota, contagioso.
El temita de la legitimidad. Se leerá bastante esta
palabreja en estos días. Ese es el huevo de la serpiente. Y es bueno que lo
tengamos bien presente. Los que van el jueves y los que no vamos.