Entró por sorpresa, casi a traición, silenciosa la guacha.
Yo venía bajando uno de los últimos médanos que hay al lado del playón de
asfalto, un poco más al sur del faro, ahí donde se cruzan los vientos y las
cortaderas casi que llegan a la orilla. Y venía con el resto, todos rajando del
sereno del camping que hay al lado del faro.
Ese camping nos dio grandes satisfacciones, hay que decirlo.
Porque en los veranos siempre hay una bolsa que queda descuidada, un cesto que
rebalsa, unos huesos olvidados en alguna de las parrillas. Cosas: en el
camping, en verano, siempre hay cosas para comer.
El playón también nos dio de comer, y también hay que decirlo. Porque
ese playón de asfalto enorme fue el origen para varios de los mitos más
desesperados del pueblo. Que van a venir los japoneses a construir el puerto de
aguas profundas más grande del país. Que es el inicio de una base de submarinos
que van a hacer los milicos. Que es la estación final, de este lado, de la
línea de trenes que van a tender hasta el pacífico. Cuando en invierno teníamos
hambre y en el camping ya no quedaba ni el cuidador, esos mitos del playón nos
daban de morfar también. Al igual que en el pueblo, guiso de
ilusiones comíamos.
La cosa es que, como conté, venía al trote bajando el médano
a punto de encarar la orilla y ahí, en ese trecho fronterizo y cambiante en
donde la arena deja de ser seca y empieza a llenarse de humedad, de caracoles y
de resaca, me la clavé. En la pata izquierda de atrás, entre dos de los dedos,
me la clavé. También ya conté que no me la esperaba, eh. Porque si hay algo que
sé hacer es correr por la playa. Corrí desde que nací. Corrí
jugando, corrí escapando de la perrera, corrí esquivando los pendejos guitudos
que bajan con sus jeeps a hacerse los pijas y de los turistas que se quedan
encajados. Corrí una liebre un día, incluso, y muchas conejas. Corrí desde San Clemente hasta
Punta Médanos por la playa. Así que de eso, al menos de eso, algo sé.
Pero me entró hasta el caracú la guacha. Y acá estoy, bajo
este sol de diciembre, abajo de un tamarisco todo torcido por el viento sudeste,
a donde llegué rengueando, meta tarasconearme entre los dedos. Al pedo, porque
no hay caso. Tendría que pedir ayuda, juntarme con los otros vagos a ver si a
alguno se le ocurre algo. Sé que andan por acá cerca, que todavía los escucho
ladrar.
Puta madre, ya van cinco días y no me la puedo sacar. Debe ser una
espina de pescado, la reconcha de su madre.