Y entonces lo que se escucha es un eco que viene de lejos.
De demasiado lejos, que es el único modo en que el eco funciona.
No olvidemos que, para ser eco, el grito tuvo que ser
fuerte. Y que enfrente tuvo que haber montañas de las altas. No hay eco, nunca
hay eco, en las llanuras de la continuidad. Entonces, primero, recordemos que hubo
un grito ante las montañas y ante un vacío.
Tampoco, a fuerza de ser veraces, fue un grito. No. Se
mezclaron, como se mezclan las cosas en el territorio de la realidad, los
susurros, las medias palabras, las interjecciones, las sentencias claras y las contramarchas. Pero hubo en todo eso un
grito, claro que hubo un grito.
¿Dónde está hoy esa potencia? Bueno, podemos creer -que de
eso se trata siempre, de creer- que sigue rebotando. En los cordones de algunos
barrios, en un calendario de vacunas, en un recibo de sueldo formal, en una
sirena de una fábrica, en una esperanza que espera, aún sigue rebotando.
Y sin embargo, también, podemos pensar -que de eso se trata siempre,
de pensar- que lo que queda es, a esta altura, una comprometida reverberancia.
Esa deformación, ese residuo, esa nostalgia. Y queda en las hipérboles
grises de los panegíricos, en las transmisiones con estática de las aeme, en
las encadenadas batallas culturales que se miran por la tevé.
La respuesta, si es que hay una respuesta, está afuera y
adelante. Porque podemos sentir -que de eso se trata siempre, de sentir- que a
partir de ahora todo está por hacerse. Y que está bueno que ahora les toque hacer
a otros.
Grito, eco, reverberancia. Lo único permanente es el aire.
Ese aire a través del cual el pueblo escucha para luego decir su sentencia. Algunos
gustan de llamar a esto simplemente historia.