No entiendo más nada. Les juro. Nada.
¿Desde cuándo la “izquierda revolucionaria”
se preocupa por “las instituciones” o “la necesaria alternancia”? ¿Estamos
todos locos? O sea: hasta donde mi
limitada capacidad puede sospechar, si sos revolucionario es porque querés
revolucionar todo. Cargarte todas las putas instituciones opresoras del
capitalismo burgués. Cargarte los jueces, el congreso, todos los burócratas del
Estado, la comisión directiva de la Sociedad de Fomento de Villa Ortuzar y
patear el tablero como Marx manda.
Pero no. Parece que ahora en la Argentina está
de moda ser parte del Partido Revolucionario Conservador. Entonces, con tal de
ganar unos miserables minutitos en TN o una columnita blanqueadora en Clarín,
somos revolucionarios preocupados por las, todos de pie, Instituciones de la
República. No sé, cuando era chico pensaba que –ay, era tan romántico- había
que prender fuego las iglesias, ahorcar a todos los banqueros, fusilar a los
usureros en la plaza del pueblo y tomar el poder. Claro, después crecí. Es
inevitable. Y me di cuenta que era incluso más pelotudo de lo que soy ahora. O
sea: muy pelotudo era.
Entonces me fui aburguesando. Qué se yo. Un
autito, unas vacaciones en Brasil, una casetera VHS en cuotas, los buenos vinos, el sushi. Pero no es eso lo
que me hizo apagar la fiebre revolucionaria. Fue conocer de cerca, caminando y
caminando, que los millones y millones de compatriotas más pobres y excluidos
tienen los mismos sueños a los que yo –laburando bastante, es cierto- había logrado
ir llegando: un buen laburo donde no los exploten demasiado y les paguen bien,
una casita con patio, que el hospital funcione cuando le sube fiebre al bebé, el
asado del domingo, una semana de vacaciones en algún lado, que los pibes vayan a la escuela y –esto es
clave- nos “superen”. Sueños módicos, escasos, chiquitos. Y de los que todavía,
como sociedad, estamos muy lejos de alcanzar. Pero esa es otra discusión.
Yo quiero una izquierda que se la banque (y
de hecho, ínfima pero la hay, claro que la hay. Sólo que no aparece en TV ni en los diarios) y no tenga vergüenza de decir que quiere hacer
una revolución en serio: expropiar empresas, nacionalizar la banca, echar al
capital extranjero, abolir la propiedad privada. Pero no: tenemos una izquierda
que no se decide entre Trostsky y Magnetto. Que se levanta con Lenin y se
acuestan con Fontevecchia.
Quiero una izquierda que cuando tome el
poder me lleve puesto. Una izquierda que me quite el auto que me compré con la
guita que ahorré cuando era funcionario (lamento no poder entegarles una casa:
no tengo. Me la gasté entre hipotecas, divorcios y vino tinto). Mientras tanto
no me rompan las pelotas con mariconadas propias de socialdemócratas europeos,
viejos, caducos y, ejem, liberales.
Son herederos de las mejores tradiciones mundiales
de igualdad y justicia. Estaría bueno que las honren sin tanto temor a “quedar
mal” con, precisamente, aquellos que se tendrían que llevar bien puestos. Y si
no asuman que somos todos reformistas. Y todos felices y contentos nos medimos
los respectivos posibilismos para ver quién lo tiene más largo.