Ni siquiera había cumplido los seis años cuando tuve la mala idea de pedirles a mis padres que me mandaran a la escuela primaria. El argumento que utilicé debe haber sido convincente para ellos: “me aburro en el jardín, así que no voy a ir más”.
Esa precocidad por el cambio iba a perseguirme por el resto de mis días. Aunque al abandonar la adolescencia –también precozmente, allá por los diecisiete-, decidiera archivarla por algunas décadas.
No recuerdo con claridad el primer día de clases. Supongo que habré tenido miedo frente al portón de madera que daba ingreso a la escuela de la calle Catamarca. Si fue así, también debo haberme dicho a mí mismo: “vos elegiste empezar, así que aguantate”. Eso sí, estoy seguro que ese día no lloré.
Era bien menudo y petiso, si bien tuve la suerte de no ser ni el primero ni el segundo de la fila. Aunque eso nunca me importó demasiado a la hora de pelear. A los pocos días de comenzadas las clases, recibí la primera de una extensa lista de palizas. Porque una cosa es que tuviera el suficiente valor como para no rehuir un enfrentamiento, pero otra muy distinta es que tuviera alguna remota posibilidad de ganarlo.
De todas las tundas que sufrí por esos años, la inmensa mayoría fue a manos de Vera. Luis vivía en una obra en construcción de la calle San Juan con su familia. La construcción había quedado abandonada con la crisis del 75, pero la casilla del encargado y cuidador -mayormente hecha con los tirantes que previamente habían usado para el hormigón de la planta baja- se mantenía en pié. No tengo ningún recuerdo de sus padres, sólo de su hermano Carlos –dos años menor- y de su prima.
Al empezar segundo grado, Luis ya me había trompeado media docena de veces. Supongo que no necesitaba motivos para hacerlo, así como yo necesitaba excusas para volver por la revancha obstinadamente. Pero nunca pude hacer nada contra un pibe que me llevaba una cabeza, varios músculos y un dolor oscuro tras sus ojos achinados.
Creo que fue una tarde de esas, en el segundo recreo, que en el patio de atrás lo encaré una vez más a Luis Vera. Antes, al salir con la campana, le había hecho una broma pesada a otro compañero (a esa altura, Luis no me jodía ni me hacía chistes. Sólo me pegaba de vez en cuando. Quiero creer que me respetaba). Sin decir ni mu, tomé impulso y lo calcé con la derecha en el mentón. Mientras iba cayendo al cemento alisado, me miraba y yo ya me estaba arrepintiendo. Ahí cometí el error de mi vida, me paralicé de la emoción y del agrande, y en vez de tirarme encima o patearlo en el piso, me quedé plantado delante de él. Luis se paró despacito, mientras se secaba la mezcla de saliva y sangre de su pera con el dorso de su mano izquierda. Eso es lo anteúltimo que me acuerdo. Lo último es la suela de la Flecha azul jean mientras se acercaba a mi cara. El zapatillazo me dio justo en el ojo derecho, ahí donde ahora llevo una cicatriz.
A Luis dejé de verlo cuando empecé la secundaria. Una vez, hace varios años, alguien me contó que había estado preso en Batán y que lo habían matado haciendo una salidera en el Gran Buenos Aires. Pero quien me lo contó no estaba del todo seguro, así que espero que no sea verdad.
Tampoco supe más de su hermano Carlos. Y muchísimo menos de la prima de ellos. Era hermosa. Morocha, flaca y con el pelo renegrido. Salvaje. Trepaba a los árboles usando una sola mano y jugaba al fútbol mejor que yo. Nunca supe cómo se llamaba esa nena que, a los diez años, sembró en mí -sin saberlo- la semilla del deseo. Siempre fue “la prima de Vera”.
No sé por qué extrañas razones esta noche me acordé de ella.
4 comentarios:
Se acordó de ella pero escribió sobre el primo, extrañas son las vueltas que da usted sobre un teclado, Mendieta.
Un saludo
es que ella es la prima de Vera!
la "vera"? "de prima"? "posta" la primera?
o
era? como la prima-vera? su anochecido pelo,
su voz dormida, el beso
y junto al mar la fiebre,
que me llevó a su entraña
y soñamos con hijos,
que nos robó la playa.
Ella, ella ya me olvidó
yo, yo no puedo olvidarla?
Mendieta tal vez escuchaba de chico al compañero Leonardo Favio?
Greis
Fah, usté no solo escribe lindo. También recuerda lindo, hasta lo que duele.
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