Tenía por costumbre leer primero el último renglón de cada libro y solo después comenzaba con la contratapa y luego por el primer capítulo. Y por eso mismo no miraba, casi nunca, películas en la televisión y sí gastaba fortunas en el videoclub. Porque así llegaba con el dividí, lo metía en el aparato y con el ff llegaba hasta la última escena antes, incluso, de elegir el idioma y sentarse en el sillón del living.
Nunca pudo entender del todo esa manía de sí mismo, que le gustaba llamar costumbre. Aunque había, claro, con los años, los libros y las películas, elaborado algunas teorías, algunos supuestos, algunas hipótesis. Más que nada para excusarse.
Se decía, y también decía a los otros, cuando trataba de explicarse, que la ficción era segura, tangible, estable. Y en eso, vale decir, hay que admitir que era irrefutable. Que un libro puede ir para un lado y para el otro, seguir un desarrollo clásico o rayuelesco, una novela decimonónica o postmoderna, o lo que sea que esté de moda. Pero que sin dudas había un punto final y siempre lo había. Y antes de eso un último párrafo. Y después de eso un fin, a veces puesto, como en los viejos libros de la Colección Robin Hood, con mayúsculas. Así: FIN. Y a veces no, pero después del punto terminaban y chau. A otro libro. A otra historia.
También decía, por las noches, sentado en los bares a los que había dejado de ir, que extrañaba esas películas de sábados de super acción que al final ponían “the end” sin más vueltas cuando, sencillamente, terminaban. Y abominaba militantemente, y se ponía enfático, de esos recursos tan noventistas de colar una última escena entre los títulos, sobre todo cuando eran supuestos gags con equivocaciones del rodaje.
Por supuesto que admiraba con devoción, y también lo contaba en los bares, a las personas que lograban establecer finales claros e indubitables. Decía que todos esos elegidos eran protagonistas de historias que él tenía la obligación moral de escribir para hacer docencia entre los indecisos y las almas sensibles y cagonas. Y ponía como ejemplo, siempre el mismo ejemplo, a la mujer esa que una noche había entrado a una clase de canto allá por un barrio del oeste y, pidiendo permiso, había sacado del enorme estuche con ruedas un arpa y ahí nomás se había puesto a tocar una canción de navidad. Y que cuando terminó de tocar levantó la cabeza de entre las cuerdas y dijo, ante el silencio de los aspirantes a cantores: terminé. Así, fácil, dijo: terminé. Y luego se paró y se fue sin saludar.
Que no, decía. Que buscaba, en la ficción y en las noches de luna llena, preguntas en los desarrollos y certezas en los finales.
Que para dudas ya tenía el ir y venir de las mareas, las mujeres, los sinónimos y los espejos.