19 junio 2011

Allá atrás



Justo delante mío ahora, precisamente ahora, está la pantalla de la netbook y al lado hay una copa. Más atrás la ventana de la cocina y, después, en el patio, la sombrilla roja abierta y mojada y al final el portón.

Si levanto la cabeza -un poco, no tanto que ahí está el cielorraso- lo primero que veo es el alero de la cocina con las lamparitas empotradas. Después la terraza de la casa de enfrente con su injerto de quincho en policarbonato. Al costado de eso un paredón de ladrillos vista del edificio lindero y más allá de todo eso el contrafrente del  otro edificio de la manzana de atrás. En el último piso, de un balcón que no tiene ninguna maceta, cuelga una bandera argentina.
Atrás y arriba de todo eso hay un cuadradito. Chico, escaso. Mide, desde donde estoy, ponele que cinco centímetros por cinco. Es el cielo. Un cielo gris, lluvioso, triste de escasez.

Si ahora, en este instante, yo no estuviera escribiendo esto podría cerrar los ojos y salir de acá. Como cuando me hablás y no te escucho.  O como cuando viajo en el subte en las mañanas, que justo después de Miserere me bajo en la estación abandonada y hago combinación con la línea que me lleva a otro lado.

Hasta hace unos años tenía más sensibilidad y, sin necesidad de apretar los párpados, podía escuchar el mar. Era de lo más natural porque es el sonido de todas las noches de mi infancia. Así que lo hacía a la noche, cuando apagaba la radio y me estaba por dormir. Pero ya no.
Ahora necesito cerrar los ojos para ver el mar. Estoy perdiendo el toque. Me estoy volviendo una peor persona.

¿Dónde carajo está el horizonte cuando soy un barco pesquero, me quieren decir?