Un fuego. Un fueguito que brilla contra el paredón que da a Warnes. Crepitan las maderas en el brasero y saltan las chispas que, a pesar del viento, nunca llegan a las vías.
¿Quién estará detrás de la pared donde brilla el fuego? ¿Habrá muerto joven, espléndida? ¿Era un viejo que tomaba vino común con soda? ¿Un marinero, doblemente frustrado, que ni a tierra fue a parar? ¿Estará el hueco, a esta altura, lleno de madera podrida y tornillos sueltos?
Atrás, más atrás de las vías, del fuego, del paredón, otro fuego más grande y una chimenea que escupe una nube de pasado tan presente.
Delante, delante de la pared, al lado de las vías, alimentando el fuego con cartones de tetrabriks y pedazos de pallets, un tipo me pide un cigarrillo mientras acomoda un tronco de eucaliptus ¿De dónde llegó ese tronco? pienso, mientras me cuenta que no tiene miedo de los muertos. Tampoco tiene miedo de morir. Dice que estuvo enamorado, que estuvo loco, que llegó de Rosario, que no se acuerda cuándo, que recuerda todo.
Y fumamos juntos, hermanados, mientras pasa el tren que salió de Lacroze, viendo como la noche a veces no sabe de primaveras.
Hay lugares en los que paro a descansar donde siempre hace frío.
Estelares, Pelotitas de Ping Pong.
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