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Qué quieren que les diga. Me resisto a la santificación de la muerte. A esa operación discursiva que aplasta a una persona, quitándole sus aristas, sus contradicciones, sus idas y vueltas. Quitándole su lado humano.

Y eso que Alfonsín me gustaba. Claro, quizás por las razones exactamente opuestas a las que ahora se repiten como frases hechas.

A mí Alfonsín me gustaba porque era un animal político. Porque educaba, comía y sanaba política. Rosca. Comité. Asados con vino. Militancia. Punteros. Amigos que eran amigos porque compartían la política. Amigos que eran amigos sin importar de qué partido eran (claro, si era radical mejor, pero…), pero que –y de eso no tengo dudas- no hubieran durado un segundo a su lado si no aceptaban que la política era la más noble, putamente noble, de las actividades que un tipo puede llevar adelante.

Y no me voy a sumar al coro ese de que Don Raúl, que acaba de morir, es el padre de la democracia. Así como Perón no es el padre de la justicia social. No. Ellos, en todo caso, son hijos –primogénitos, eso sí- de pueblos que buscan un camino.

El resto. Todo el resto. Todos los Cobos, Michettis y caretones que andan por ahí tratando de sacar alguna ventajita del triste momento. Todos los presentadores de televisión con alusiones al “demócrata constructor de consensos” que se acaba de ir y “del cual debieran aprender algunos”. Todos esos. Todos. Me dan asco.

No se hace eso con un tipo así.

Mis condolencias a los militantes radicales.