07 septiembre 2007

Lo inmenso

Es lunes a primera hora de la tarde y estamos solos, los dos, en la playa. El sol ya calienta lo suficiente como para entibiar la arena seca a pesar de la brisa fresca que viene del norte. Ella juega a armar el clásico castillito de arena, yo me saco las zapatillas y las medias para sentir la arena en mis pies y me acuesto de costado, con el sol bien de frente.
- Me ayudás?
- No.
Pasa una pareja muy joven caminando despacito, fácilmente enamorados. Dos perros se corren y mordisquean de lo lindo y otra pareja, esta vez de viejos, discuten diez minutos dónde acomodar las reposeras al reparo. Estos están enamorados de verdad. Al mar se lo intuye helado, haciendo una espuma espesa que cuando la ola se va se queda ahí, en la orilla, hasta que llega la próxima. Y espuma espesa sólo hay cuando el agua está bien fría.
- Dale! Ayudame un poquito...
- No, hacelo sola. Estoy durmiendo.
Ahora cierro los ojos y pienso. En este momento, en escribir, en como extraño la playa en primavera, en mi infancia, en la melancolía, en el ruido del mar, en las gaviotas que pasan aleteando contra el viento y se quedan suspendidas en el aire cuando paran. Y pienso que este es uno de los errores de mi vida: pensar demasiado.
- Cómo hago las paredes del castillo? Dale...jugá conmigo...
- Juntá arena entre las dos manos y ponelas así, y armás una buena pared.
Sigo sin abrir los ojos y con el sol en la frente, pero pasa un tipo en moto rompiendo el silencio y las pelotas. Los viejos se pusieron de acuerdo y toman mate agarrados de la mano. A lo lejos, para el sur, se está armando una tormenta fuerte.
- Ya vuelvo...
Sale corriendo para la orilla con un baldecito. Lo primero que pienso es en pegarle el grito para que no se moje los pies, pero por suerte me callo. Y la miro, desde lejos, abriendo un solo ojo, el que está más lejos del sol. Corre unos pasos y se agacha, toma algo del suelo, lo pone en el balde, se levanta y vuelve a correr hasta el próximo caracol. Repite esta secuencia unas diez veces, hasta que, de golpe, se queda estática, mirando el horizonte. Yo veo su espalda y el viento que le sacude el cabello. Y ella no se mueve, parece que no respira, mirando fijamente. Y en ese instante comprendo profundamente lo que pasa por su mente: acaba de darse cuenta, por primera vez en su vida, de lo inmenso del mar. Y mi corazón da un salto y siento que, así como acaba de conocer lo infinito, falta un solo paso para que conozca lo efímero que es todo. Lo efímero que soy.
Vuelve corriendo, como si nada, de la orilla.
- Conseguí pocos caracoles, los voy a poner en la puerta del castillo.
- Te puedo ayudar?
- Claro, es lo que te estaba pidiendo.
- Te amo.
- Yo también, pa.