El desclasado

No tendría que escribir lo que me contó en la estación Paternal, justo ahí, cruzando el cementerio. 

"Anoche soñé que vomitaba sangre de tanto callar de día", dijo. 

También me dijo: "madurar es aprender a callar en el momento justo, pero ya sabés, nunca crecí derecho. Es dificil crecer derecho haciendo equilibrio arriba del platillo de la balanza de la señora que ajusticia". Y remató la frase, justo antes de prender el fuego, con un "ciega de mierda". 

En días como hoy me acuerdo de él y de las botellas de fernando que se chupaba mezcladas con alcohol fino. También me acuerdo que cuando era chico yo tenía trazado un plan a y uno b: voy a ser basurero y a los 35 largo todo y me hago linyera. 

Y sin embargo acá estamos: desclasados. Soportando a los chicos ricos que tienen tristeza, extensiones de visas platino y una vagancia último modelo que llevan al boliche de Las Cañitas. Bien lustradita, eso sí.

Odio a los herederos. Soy tan resentido que les clavaría, en el medio de la pupila,  atravesándoles los rayban, salpicándolos de rojo la remerita escote en v, una tarjeta de marcar presentismo en una fábrica. Eso sí: después me apiadaría un poco, que al fin y al cabo soy un sentimental, y les regalaría un papá jubilado con la mínima. 

Acá, abajo, lo que festejamos son los bautismos, los quince, los casamientos y los cumpleaños de los nenes. Y nos la gastamos toda. Pero toda. Toda esa que tanto nos cuesta ganar. 

Me recontracago en el ascenso social que me hace cruzar con estos infelices.