21 agosto 2011

Infancia



Por Hernandarias media cuadra hasta Catamarca. Y de ahí, derecho, cruzando la avenida, Garay, Santa María de Oro, Andrade, Querini, Falkner y a mitad de cuadra está la escuela. Teresa, la portera, en la puerta. A la salida, el regreso es diferente: por Esquiú, cruzando La Rioja, San Juan, Chiozza, la Costanera y volver por la playa.

La playa. Las huellas de los cascarudos en la arena seca. Y en la mojada la de las gaviotas. Los tamariscos. La espuma en la orilla. Las flores de diente de gato en los médanos. Los huevos de “pescado”. Las nubes negras en el horizonte. Los pingüinos y las toninas en invierno. Las invasiones bárbaras en verano. Los partidos con el muelle como arco. Las ampollas en los pies.

El aire con sal. El frío. La niebla. Los vidrios empañados. El hogar prendido. La búsqueda de piñas, a la siesta, para prenderlo. El viento sacudiendo los pinos,  ahí.

Las edificios abandonados. La bicicleta verde y el vidrio azul del garaje. El Corsario Negro. El polvo rojo en las medias. El horizonte violeta y el cielo sobre todo.

El musgo en la junta de las baldosas de las veredas. Los pastitos amargos. Las cortaderas y, adentro, las víboras. El almacén de la vuelta. La cindor de vidrio y el capitán del espacio. La radio abajo de la almohada.

Los amigos. Ese beso. Y el afiebrado olvido del olvido, que es la memoria de lo que aún soy.
 

1 comentario:

Pablo dijo...

Que hermoso che. Lo pude ver, todo. No sabía que San Bernardo tenía tanta poesía. Me puse melancólico. Gracias.