30 abril 2011
En ese fuego
De vez en cuando tenía muchas ganas de llorar. Bajaba del subte, se sentaba en un cordón, miraba el techo y le venían, de allá lejos, ganas de llorar.
Casi nunca lloraba cuando tenía ganas de llorar, pero igual me daba cuenta. Un brillo en los ojos, una mirada que se escondía en la alcantarilla, un súbito arranque que lo sacaba de ahí. Nunca me animé a preguntarle ¿por qué? Tenía miedo de interrumpir algún tipo de ceremonia íntima o, mucho peor, enterarme de cosas que no quería enterarme. Porque me había ido convenciendo, como todos, que ahora me gustaba así. Hablando, riendo, bailando, peleando, militando.
Pero yo sabía del otro cielo. De todas las rutas donde quiso quedarse sin nafta. De los aviones perdidos. De los naufragios a vela. De los incendios. De las noches de estrellas caídas. De los encordados y los alambres. De los vidrios azules y los espejos negros. De las ventanillas empañadas. Del repiqueteo de un tambor sonando a lo lejos. Del ruido de las olas. De los enormes granos de arena. De los minúsculos médanos. De los apagones. De la perpetua inconstancia.
Sabía, sobre todo, cuando tarareaba una canción, de sus ganas de llorar a veces.
Ahí, siempre, en ese fuego, se iba.
Imagen: La Lucila del Mar, primavera de 2009
Se recomienda subir el volumen y dejarse llevar. Ahí.
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