Ahora es una plaza y hay un jardín de infantes. Pero en aquellos tiempos era una manzana entera de descampado con pastizales y cortaderas.
En ese pueblo, al igual que en casi todos los pueblos costeros, no hay vías de tren que lo dividan en dos y eso da una ilusión de cierta igualdad. Pero no. Siempre hay fronteras que, más aún cuando son invisibles, son jodidas de cruzar. Al principio fue la calle Mitre y más allá de los postes verdes y amarillos y el alambrado había campo. Con los años y la llegada de los inmigrantes hubo algunos valientes que fueron a conquistar el oeste y entonces lotearon hasta la calle Tucumán e incluso más allá. Por ahí estaba la manzana de descampado de la que hablo.
Fue una tarde de primavera, como si fuera ahora pero tres décadas atrás, en que llegaron hasta ahí unos muchachos y a puro machetazo desmalezaron la manzana entera. Cuando terminaron pusieron música bien fuerte en una camioneta y empezaron a chupar cerveza. Bah, en verdad ya chupaban desde antes, pero ahí brindaron. Nosotros, con Angel y el gordo Gómez, andábamos por ahí, boludeando. Que, dicho sea de paso, es lo que nos hace añorar la infancia. Boludear.
Al otro fin de semana volvió a ser sábado y volvió la música en la chata y nuestro boludeo ya tenía una misión: hay que ver qué quieren hacer ahí. Cuando llegaron bajaron unas palmeras y unos tachos con cal. Y al rato ya estaban levantados los arcos y pintadas las líneas. Había nacido la canchita de “los paraguayos”.
A los quince días el pasto parecía la cancha de Vélez y ya estaba en pleno funcionamiento “La Liga”. Los fundadores hacían honor a sus orígenes y usaban casacas blanquirojas, esas con bastones bien anchos. Había un campeonato cada fin de semana y el clásico pronto fue “los locales” contra el equipo de los bolivianos. Y no era en joda ni así nomás: había árbitros vestidos de negro, planillaje, redes en los arcos y “bono contribución” para entrar. Cosa rara esto de pagar para entrar, porque, recuerden, era una manzana descampada y entraba el que quería. Pero vaya a saber por qué, garpábamos. Después, un poco después, empezaron los torneos de infantiles. Pero para mí la consumación del éxito del emprendimiento comunitario fue cuando debutó en esa cancha La Bruja. La Bruja era el cinco titular del equipo del club. Marcaba como los dioses, parecía que no necesitaba correr para llegar siempre antes a cortar y levantaba la cabeza ganando todo el panorama antes de dar un pase. Yo quería jugar como él cuando fuera grande. Cuando le preguntaron por qué había dejado de jugar el campeonato regional para pasarse a la canchita de los paraguayos, respondió con un rotundo: “porque acá juegan mejor y viene más gente”.
La aventura duró sólo un par de años. Porque empezaron las quejas de las “fuerzas vivas” ante la “toma de tierras”, los reclamos en la Municipalidad, las cartas de lectores indignados en el diario “porque tomaban vino” y la preocupación del cura porque los domingos cada vez iba menos gente a misa. Y quizás, pienso ahora, esa fue mi primer lección práctica de la importancia de transformar las “cosas de hecho” en instituciones.
Esa fue la vez que más cerca estuvo mi pueblo de tener un club popular. Se llamaba Once Corazones.
4 comentarios:
Puede hacer un tesis sobre la sociología del valdío.
Puede hacer un tesis sobre la sociología del valdío.
¡Qué lindo relato! Gracias.
Buen relato Mendieta. Supongo que es real, ¿no?
Saludos.
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