Voy caminando con Javi. Despacito, hablando de bueyes perdidos. Desde varias cuadras antes, colectivos y combis. Columnas de militantes que se van organizando atrás de demasiados trapos diferentes. Como en todas las marchas de las organizaciones sociales, sólo quienes no quieren ver son incapaces de darse cuenta de la infinidad de cochecitos de bebés y de gurrumines saltando de acá para allá. Llegan contentos al centro.
Antes de entrar la llamo a Alicia. Ella ya está acomodada en el palco de los familiares y me dice con naturalidad: “nos vemos adentro”. Adentro hay miles de personas, pienso, va a ser difícil.
Antes de cruzar Libertador, Javi me dice: “¿no es el acto más importante que fuiste en muchos años?”. “La Plaza el 20 de diciembre no cuenta como acto, no?”, respondo.
Entramos. Empiezo a saludar compañeros de antes, de ahora, de siempre. No sé muy bien por qué, pero noto que los abrazos que nos damos son un poquito más largos que lo habitual. Quizás sólo soy yo y me parece. Hay mucho sol que traspasa los árboles y algunos rayos iluminan los cordones pintados de blanco. Camino muy despacio, tratando de captar cada detalle, pero sólo recuerdo el canto de los pájaros y una fijación de mis ojos con las ventanas de los edificios. A lo lejos, los pibes cantan canciones viejas –ya muy viejas- que hablan de juventudes. Alguien trepó a la punta de un tanque de agua y dejó una banderita de plástico azul de las Madres. Ondea suave con la brisa.
Pienso en Cachito, el primero que me contó en vivo, entre mate y mate, la historia de ahí adentro. La suya. Los pibes cantan y cantan. El locutor del acto, supongo que de Presidencia –un cuadro político el hombre- va ordenando la cosa. Pide que “enrollen las banderas", habla del "recogimiento", de la "fuerza expresiva del silencio” y así. No le dan mucha bola que digamos. Cantan y cantan.
Me voy de mi asiento, salto una reja y me mezclo entre las columnas de las organizaciones. Tres chicas que hablan en inglés sacan miles de fotos mientras lloran en silencio. En los parlantes suena León.
Suben al palco las autoridades y el locutor anuncia el Himno. Como casi siempre, no me sale cantarlo, pero veo a un par de metros mío a un nenito de ¿5 años? arriba de los hombros de su padre que casi casi lo grita, abriendo grande la boca en cada “Libertad”. Siento una gran vergüenza y dejo de mover los labios para escucharme cantar de verdad.
Después los discursos. Todo breve. Termina. Me reencuentro con Javi y con Fernando. Sigo buscando a Alicia y no la encuentro.
Escribo esto como si fuera el abrazo que no pude darle ayer.
6 comentarios:
Mendieta, que decirle? por suerte mi ocasional compañero de oficina aún no llegó, no verá las lagrimas.
un abrazo
Muy emotivo.
Usted si que sabe ladrarle a la luna. Y hablando de luna me acuerdo que cuando era chica( hace tanto tiempo!!!) me hacían mirarla porque decían que se veía la cara de Evita. Mire hasta lo que me ha hecho recordar!
Qué decirle, el abrazo lo sentí en el alma, a veces no sólo que sobran las palabras, hasta los brazos sobran. Y si quiere le digo más, también lo sintieron los 30000. Estando ahí en ese lugar que fue el del horror los imaginaba sonriendo, aplaudiendo la "ocupación" que hicimos y haciendo algún que otro corte de manga a los "antiguos propietarios", que a fuerza de ser educada no quiero calificar en este blog. Y anímese a cantar el himno, que después de todo es una hermosa canción!
Pucha, viejo, esta mal hacer lagrimear a gente grande.
O no.
Gracias por la emoción.
Portuario
Mendieta: tengo que felicitarte porque este para mi fue el mejor post por lejos de este blog, en serio te lo digo, te felicito.
Abrazo.
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