Tenemos que hacernos cargo de que vivimos en una sociedad en
la que la propiedad vale más que la vida. Por supuesto, si hacemos una
encuesta, ganará mayoritariamente la opción contraria. Sí, pero no hacemos nada
para que esa supuesta prevalencia de la vida sobre lo material sea una realidad
efectiva. Y ojo: acá no hay mirada complaciente ni exculpatoria de los sectores
marginales. No es cierto. No es cierto que ser pobre te dé el derecho de salir
a chorear. Así como tampoco debiera darte
derecho a patalear ser un hijo de puta explotador.
Lo que hay es un atisbo, bastante inminente, de anomia en su
segunda acepción según la RAE: Conjunto de
situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación.
Y los últimos casos más “polémicos” (el pibe que los portuarios tiraron del
puente, los linchamientos, la “justicia” por mano propia, etc.) no son más que
las versiones espectaculares de algo que recorre y atraviesa –silenciosa pero
persistentemente- amplísimos sectores de nuestra comunidad: todos nos creemos
poseedores de derechos, pero casi nadie quiere hacerse cargo de sus
obligaciones.
Insisto: esto atraviesa todas las clases sociales. Y va
desde aquel que montado en una 4x4 debe patentes pero exige presencia policial
hasta los lumpenes que fuman porro o paco arriba del vagón del Sarmiento a las
4 de la tarde sin importarles un carajo si al lado de ellos hay bebés. Y quiero
hacer hincapié en lo siguiente: no se trata de preguntarnos cuál es el castigo
penal para estas actitudes. Se trata de preguntarnos, antes, si existe un
castigo social. Y no. Porque estamos perdiendo.
Y estamos perdiendo porque las mayorías, esas mayorías que
no son chorros ni evasores, tienen miedo. Sí. Tenemos miedo. Y tenemos miedo
porque callamos. Y callamos porque esas minorías –las que son chorros y son
evasores- ejercen cotidianamente violencia sobre el resto. Porque yo me siento
tan violentado cuando una bandita en la esquina me apura mangueando dos pesos
para la birra como cuando en una amable cena en Palermo el evasor se jacta de
su evasión. En general, vale admitir, me peleo. Pero pierdo siempre.
Y perdemos porque nos vamos encerrando. Encerrando “entre
los propios”. Tratando, infructuosamente, por supuesto, de crear “espacios de
seguridad”. Por eso terminamos tratando de no tomarnos el tren a la noche y tratando
de no cenar en Palermo rodeado de garcas. Eso, ya, es perder.
La clave está en lo micro. La clave está en padres que no
hacen de padres y permiten absolutamente cualquier cosa a sus hijos. La clave
está cuando los vecinos callan ante el otro vecino que tira la basura en la
esquina. La clave está en que vivimos en una sociedad que premia la comodidad y
castiga el esfuerzo. No, paren, no hablo de la comodidad de “recibir un plan”.
Hablo de la comodidad de no educar a tus hijos. Educar es un esfuerzo. Es
arduo. Es doloroso. Poner límites, lo sabe cualquiera que tenga hijos, es una
hinchapelotez. Pero hay que hacerlo. Por el propio bien de los hijos y, en
definitiva, para crear buenos ciudadanos. Entonces, eso sí, enseñamos a
nuestros hijos a reclamar sus derechos (y está bien), pero poco hacemos por
enseñarles, al mismo tiempo, que tienen obligaciones. (Y sí, también sucede
esta falta en las escuelas. Y en el club. Y en el barrio. Y en todos lados).
Estamos hasta las manos. Y por supuesto que hay
responsabilidad de los políticos y de los gobiernos. Claro que sí. Pero, como
con todo: esos políticos no bajan de un platovolador. Nos representan. Y
también representan esta falta. Esta falta de valores. Y, tristemente, quienes
más la representan, son aquellos que, para colmo, tratan de sacar ventaja de
esta situación.
Mientras tanto, la totalidad de las instituciones
(incluyendo aquí a la más importante de la postmodernidad, los medios de
comunicación y la más básica, la familia) continúan con la banalización, la falta de seriedad y la más
absoluta falta de responsabilidad en el abordaje. Hablar de “gente” como si los
otros no lo fueran, estimados panelistas de la vida, habla mucho más de su espíritu
cretino que cualquier denuncia que pudiéramos hacer.
Me duele. Porque me duele que las mayorías estemos con miedo
y viendo, con miedos y callados, como las minorías de la violencia siguen
ganando terreno.
En mi caso, en mi casa al menos, no.